LEGADO CÓMO TRADUCTOR

La traducción es el agua de mi tercera sed

«Paul Valéry, con un espíritu que podría parecer un tanto masoquista -el que amaba la dificultad y los obstáculos y que a menudo sabía vencerlos muy airosamente- se complacía en recordar aquella consideración de Mallarmé que lamentaba en la lengua francesa lo que era para él la terrible incoincidencia entre la apariencia sensible de los vocablos, su repercusión sensitiva e imaginaria en nosotros y lo que esos vocablos significan estrictamente. El poeta sufre por la falta de coincidencia, la falta de correspondencia, la asimetría entre lo que Valéry llamara sonido y sentido, es decir, entre significante y significado, entre las cualidades sensibles de la palabra y lo que ella significa. Le molestaba a Stephane Mallarmé, por ejemplo, que en francés las palabras dia y noche (jour et nuit) tuvieran para sus oídos una sonoridad que en su sensibilidad y su imaginación repercutía exactamente de manera contraria a su significado. Jour (dia) sonido oscuro como la oscuridad de su vocal y nuit (noche) un sonido brillante, vertical, claro.

El esfuerzo del poeta consistirá entonces, por así decirlo —y en esto, coinciden las consideraciones estéticas de Paul Valery y de Jean-Paul Sartre acerca de las diferencias entre prosa y poesía, y también las de Octavio Paz en El arco y la lira que, a decir verdad, casi repite y comenta indirectamente los estudios de los dos autores citados: Valéry y Sartre—, el esfuerzo del poeta, insisto, consistirá en crear, como en un acto de magia o de artificio, mediante el poder encantatorio del verbo poético, mediante la fusión de ritmo e imagen, esa coincidencia o esa ilusión de coincidencia, entre sonido y sentido, significante y significado, voz y pensamiento.

Esta condición de poeta —escribía Valéry— (es decir, crear la ilusión de coincidencia entre el aspecto sensible y la significación de la palabra), parece exigir lo imposible… No hay ninguna relación entre el sonido y el sentido de la palabra… Sin contar con las distancias y las diferencias de una lengua a otra. La misma cosa se llama HORSE en inglés, IPPOS en griego, EQUUS en latin, CHEVAL en francés, CABALLO en español, pero ninguna operación sobre ninguno de estos términos me dará la idea del animal en cuestión; y, a la inversa, ninguna operación sobre esta idea me entregará ninguna de estas palabras… Y, no obstante —prosigue Valéry—, el trabajo del poeta es darnos la sensación de esa unión íntima entre la palabra y el espíritu, entre el sonido y el sentido…

El poeta, según Valéry, tiene que enfrentarse con el único instrumento que le es dado de antemano: el lenguaje tal como se le entrega y circula en su función utilitaria, en nuestra prosa de todos los días, precisa o confusa: el lenguaje medio dirigido a un fin concreto, o el lenguaje banal de lo cotidiano trocado en lo absurdo, tal como lo ridiculiza genialmente Eugène Ionesco: Para Valery: un material mancillado, manoseado, como un billete sucio que ha pasado de mano en mano.

«Un montón de trapos viejos —dirá Francis Ponge en Razones para escribir— que, de tan sucios, no se pueden agarrar ni con pinzas, he aquí lo que se nos da a remover, a sacudir, a cambiar de sitio.» En ese cambiar de sitio se efectúa el acto de la transmutación poética: el paso decidido y decisivo de un orden a otro orden. En ese nuevo orden que es el poema ya no hay —o ya no debería haber— dicotomía entre sonido y sentido, entre significante y significado, y, ni mucho menos, entre las categorías, por demás caducas, de forma y contenido.

Si el acto poético es un cambiar de sitio, un paso de un orden a otro orden que suponía el desafio a una coincidencia en principio imposible entre los vocablos y su significación, la traducción poética también lo es con una dificultad y una exigencia llevadas a cabo a otro plano.

Cuando el poeta comienza a escribir un poema parte de algo inexistente, de algo que todavía no es, que no está nominado: vacío impulsor, cúmulo confuso de experiencias que no bastan para constituir un cuerpo verbal, incompletud, carencia, en fin, quién sabe, ni el mismo poeta lo sabe. Si lo supiera plenamente, no sentiría la necesidad imperiosa de escribir su poema, de arrojarse a la sorpresa del poema que completará fugazmente su existencia.

Cuando un poeta enfrenta la traducción de un texto poético, sucede algo muy diferente: parte de algo ya dado, de esos datos ya existentes que él debe trasponer en una expansión respetuosa del sentido y de los contenidos sensibles y significantes que se le proponen.

Encarar la traducción en toda su dificultad (que se confunde con el goce), como una tarea en principio imposible es el punto de partida, el desafío que nos hemos planteado en los talleres de traducción que han estado bajo mi coordinación. Hacer que este imposible se torne posible a través de una práctica compartida. A mi manera de ver, no hay teoría previa en el ejercicio de la traducción poética. Afirma el poeta francés meridional Pierre Torreilles —afirmación con la cual me identifico plenamente— que la poesía es, ante todo una práctica. Práctica que, curiosa y contradictoriamente, no está dirigida al mundo práctico y utilitario ni tampoco a los intereses del sentido común. La poesía, pues, en todas sus manifestaciones, es ante todo una práctica.

«El poeta practica —escribe Pierre Torreilles en Práctica de la poesía— esto quiere decir que el poema se fabrica a partir de un material banal, el vocabulario, a partir de leyes comunes, la síntesis, la puntuación… (Habría que añadir, contrariando un poco a Torreilles, que semejante práctica incluye también, muy necesariamente, la transgresión, el irrespeto, la violación a esas leyes comunes: síntaxis, puntuación, comportamientos convencionales, generalmente aceptados).

«Como todo arte —prosigue Pierre Torreilles— la poesía es una práctica, cuando uno no practica la poesía para que hablar de ella? Y cuando uno practica la poesía, que puede decir acerca de esa práctica? Escribir, leer, practicar, son a veces sinónimos en poesía. Cuando lo son, todo está en el orden, en el sentido que se da a este término (orden) cuando, en arquitectura, se habla del orden cisterciense o bien del orden griego».

Un ejemplo de algún principio teórico que he sacado de mi experiencia de traductor, sería la obediencia al sentido de cada vocablo y al sentido total del poema. No sacrificar jamás el sentido del poema a una supuesta belleza, a una caprichosa eufonía.

Cuando es el caso de traducir un poema rimado, esquivo la rima en favor del sentido. Tratando, claro está, de mantenerme fiel, hasta donde sea posible, a los rasgos fisonómicos que el texto me propone.

Partiendo de mi experiencia de traductor y apoyándome en ella, concibo los talleres de traducción poética —y esto parece casi redundante— como una experiencia compartida: fundamentalmente práctica, insisto, e inevitablemente reflexiva por los problemas que, sin duda, nos plantea en cada caso, en cada paso. Una experiencia compartida que nos permite internarnos en la complejidad y riqueza (placer y dificultad/ dificultad y placer) de ese acto indiscutiblemente creador que es la traducción de un poema.

Cuando concluí mi versión de Le parti pris des choses, de Ponge, anoté a manera de postfacio: traducir poesía es realizar, cuando no un mero acto fallido, un acto de equilibrio inestable (imposible) entre dos imposibles: literalidad y fiel correspondencia, tensas y en vilo por apego y respeto al texto original. Pero de esta relación, de esta tensión entre dos términos ideales no resulta un tercer imposible sino un segundo cuerpo cuya realidad tiene sentido por aproximación a ese primer cuerpo irremplazable que es el original mismo. Entonces, traducir poesía es aproximarse, aceptar el reto (relever le défi,  locución grata a Ponge), y aceptarlo a sabiendas de que, por mucho que tengamos presente aquel escrúpulo del que hablaba Simone Weil, «el escrúpulo religioso de no agregar nada», habremos de agregar, a pesar nuestro, precisa y paradojicamente por apego y el respeto al texto original, y habremos de aceptar la porción intraducible, irreductible, no con fácil resignación sino con el esfuerzo de extremar nuestra vigilancia sobre la tensión de ese equilibrio inalcanzable entre literalidad y fiel correspondencia y, a la vez, entre ese primer cuerpo que va a suscitar un segundo cuerpo por aproximacion.

Veamos el ejemplo de esa «aproximacion» en un texto de Le parti pris des choses, Les mûres (las moras) cuya dificultad, cuya fascinación para el traductor radica en el juego de la homonimia entre el sustantivo mûres (moras) y el adjetivo mûres (maduras)… Sustancia homonímica que constituye el elemento primordial, del poema, es evidente que el traductor no tiene mas remedio que aceptar que la gracia verbal (porción intraducible) se pierda en su versión. Por ningún acto de manía podremos lograr en español una homonimia equivalente. Si rebuscamos una a través de no sabemos cual malabarismo, todo el sentido del texto original se perdería.

Les mûres

Aux buissons typographiques constitues par le poème

sur une route qui ne mène hors des choses ni à l’esprit,

certains fruits sont formés d’une agglomeration de

sphères qu’une goute d’encre remplit.

Noirs, roses et kakis ensemble sur la grappe, ils offrent

plutôt le spectacle d’une famine rogue à ses ages divers,

qu’une tentation très vive à la cueillette.

Vue la disproportion des pépins à la pulpe les oiseaux

les apprécient peu, si peu de chose au fond leur reste

quand du bec à l’anus ils en sont traversés.

Mais le poète au tours de sa promenade profesionnelle,

en prend de la graine à raison: «Ainsi donc, se dit-il,

réussissent en grand nombre les efforts patients d’une

fleur très fragile quioque par un rébarbatif

enchevêtrement de ronces défendue. Sans beaucoup d’autres qualités -mûres, parfaitement elles sont mûres-

comme aussi ce poème est fait.»

Las moras

En los zarzales tipograficos constituidos por el poema

sobre una ruta que no conduce fuera de las cosas ni al espiritu,

ciertos frutos están formados por una aglomeración de esferas que una gota de tinta llena.

Negros, rosados y de color kaki juntos en el racimo,

ofrecen más bien el espectáculo de una familia arrogante

en sus diversas edades, antes que una muy viva tentacion a ser recolectados.

Dada la desproporción entre las semillas y la pulpa,

las aves los aprecian poco, tan poca cosa en el fondo

les queda cuando desde el pico hasta el ano son atravesados por ellos».

Texto tomado de: Chefi Borzacchini, Acercamientos a Alfredo Silva Estrada. Editorial Eclepsidra, Caracas, 2006.

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